domingo, 26 de abril de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
Sudoku
Sudoku es un pasatiempo que se popularizó en Japón en 1986, aunque es originario de Estados Unidos, y se dio a conocer en el ámbito internacional en 2005. El objetivo es rellenar una cuadrícula de 9×9 celdas (81 casillas) dividida en subcuadrículas de 3×3 (también llamadas "cajas" o "regiones") con las cifras del 1 al 9 partiendo de algunos números ya dispuestos en algunas de las celdas. Aunque se podrían usar colores, letras, figuras, se conviene en usar números para mayor claridad. Lo que importa, en todo caso, es que sean nueve elementos diferenciados. No se debe repetir ninguna cifra en una misma fila, columna o subcuadrícula. Un sudoku está bien planteado si la solución es única. La resolución del problema requiere paciencia y ciertas dotes lógicas.
La solución de un Sudoku siempre es un cuadrado latino, aunque el recíproco en general no es cierto ya que el sudoku establece la restricción añadida de que no se puede repetir un mismo número en una región.
Es muy probable que el Sudoku se crease a partir de los trabajos de Leonhard Euler, famoso matemático suizo del siglo XVIII. Dicho matemático no creó el juego en sí, sino que utilizó el sistema llamado del cuadrado latino para realizar cálculos de probabilidades.
Métodos de resolución
La región 3x3 de la esquina superior izquierda debe contener un 7. Rastreando a lo largo y ancho los sietes localizados en cualquier lugar de la rejilla, el jugador puede eliminar todas las celdas vacías de la esquina superior izquierda que no pueden contener un 7. Esto deja sólo una celda posible (remarcada en verde).
Construcción
Es posible establecer sudokus con más de una solución y también realizar tableros iniciales de sudoku sin solución.
martes, 21 de abril de 2009
lunes, 20 de abril de 2009
domingo, 19 de abril de 2009
e s q u i c i o ( 1 )
... Esto permite a los individuos pasar rápidamente y fácilmente de un ambiente moral a otro, y alienta el fascinante aunque peligroso experimento de vivir al mismo tiempo en mundos diversos contiguos y sin embargo completamente separados…
…En nuestro edificio el usuario está en estado de perpetua agitación, agitado por el viento de cada nuevo programa, sujeto a continuas alarmas…
> Celebraciones multitudinarias,es decir, eventos y espectáculos que necesiten grandes espacios de concentración.
…En nuestro edificio el usuario está en estado de perpetua agitación, agitado por el viento de cada nuevo programa, sujeto a continuas alarmas…
> Celebraciones multitudinarias,es decir, eventos y espectáculos que necesiten grandes espacios de concentración.
> Actividades al aire libre de menor escala y carácter más cotidiano como obras de teatro, juegos infantiles, conciertos… Para ello contará el centro con espacios semi-cerrados en contacto directo con el algún espacio abierto
> Zonas de talleres y exposiciones con carácter permanente.El centro se conectará a redes de datos de información urbana
> El edificio contará además con una infraestructura de redes digitales y equipamiento informático y multimedia que harán posible que las actividades desarrolladas se emitan en directo vía Internet y que se pueda disfrutar en tiempo real de acontecimientos que estén sucediendo en otros lugares.
Constituyéndose así la torre como un nodo, un interfaz de la red de redes.
> Zonas de talleres y exposiciones con carácter permanente.El centro se conectará a redes de datos de información urbana
> El edificio contará además con una infraestructura de redes digitales y equipamiento informático y multimedia que harán posible que las actividades desarrolladas se emitan en directo vía Internet y que se pueda disfrutar en tiempo real de acontecimientos que estén sucediendo en otros lugares.
Constituyéndose así la torre como un nodo, un interfaz de la red de redes.
Obras con motor
La arquitectura moderna y el automóvil nacieron a la vez, y quizá desaparezcan juntos. Ambos han modelado el siglo XX, y ambos son responsables de buena parte del consumo de combustibles fósiles que conforma el territorio insomne de un tiempo acelerado. El petróleo alimenta los motores, pero también los edificios y las obras, y nuestro modelo de ciudad es al cabo tan insostenible por la factura energética del transporte como por la que corresponde a las construcciones. Desde luego, el urbanismo disperso basado en el automóvil es el vínculo principal que anuda arquitectura y energía; sin embargo, los edificios provocan también el consumo de recursos no renovables en su construcción y en su mantenimiento, y esta circunstancia coloca a los arquitectos en la misma tesitura que a los fabricantes de vehículos: aunque por sí mismos pueden hacer poco por modificar el modelo territorial, pueden hacer mucho por construir edificios o producir automóviles que consuman menos energía, un propósito benéfico que figura de forma destacada en los comunicados de los colegios profesionales y en la publicidad de las marcas de coches. Pero mientras los congresos de arquitectos y las ferias del motor predican la sostenibilidad, la edificación ecológica y los vehículos híbridos, la construcción y el automóvil celebran su vieja amistad con un puñado de edificios espectaculares que subordinan el propósito de enmienda a la voluntad de sorprender, la pedagogía a la emoción, y el cálculo al impacto.
En su famoso libro-manifiesto de 1923, Hacia una arquitectura, Le Corbusier comparaba la evolución de los templos griegos con la de los automóviles, y esa fascinación con el mundo mecánico le llevó a convertirse en el principal propagandista tanto de la ciudad al servicio del tráfico como de la arquitectura inspirada en los procedimientos de la industria: dos vectores de innovación que subyacen lo mismo su titánico (y felizmente nunca ejecutado) Plan Voisin para París —bautizado con el nombre del fabricante de coches Gabriel Voisin— como la significativamente denominada Maison Citroan. Aquélla era una aproximación más simbólica que material, y se puede argumentar que el matrimonio entre construcción y automóvil se consumó más bien en los galpones anónimos levantados por Albert Kahn para la Ford —unas fábricas de tan depurada funcionalidad que Stalin no dudaría en reclamar a su autor para construir un sinnúmero de ellas en la Unión Soviética— o en la mítica obra de Lingotto, donde el ingeniero Giacomo Mattè-Trucco coronó su fábrica para la Fiat —remodelada en la última década por Renzo Piano— con una pista de pruebas para los coches. En todo caso, los coqueteos con el automóvil de Le Corbusier, al igual que los seductores proyectos parisinos de garajes de Melnikov por los mismos años, dibujan un romance publicitario de indudable eficacia para ambas partes, y que se extiende hasta nuestros días: en el periodo de entreguerras, el maestro se preocuparía de fotografiar su Villa Stein con un automóvil en primer plano como emblema de modernidad, lo mismo que la firma Mercedes elegiría anunciar su modelo 8/38 con una imagen del vehículo frente al edificio de Le Corbusier en la Weissenhof de Stuttgart; hoy, los últimos modelos se publicitan rutinariamente sobre el fondo de las últimas arquitecturas, exactamente igual que las colecciones de moda, mientras los grandes fabricantes de automóviles se cuidan de complementar sus interminables naves de producción con gestos simbólicos encomendados a celebridades arquitectónicas, y en ocasiones incluso confían en esta Fórmula 1 de la profesión para sus recintos de investigación y comunicación.
Buen ejemplo de la primera variante son los dos últimos proyectos de Zaha Hadid, el edificio central de la BMW en Leipzig y el Centro de la Ciencia en la ciudad Volkswagen de Wolfsburg, o el casi terminado museo del automóvil construido por Ben van Berkel en Stuttgart para la Mercedes-Benz; ilustrativos de la segunda opción son los centros de investigación de McLaren y Ferrari, obras respectivas de Norman Foster y Massimiliano Fuksas, o el Centro de Comunicación de Renault, alojado por Jakob y MacFarlane en el interior de unas naves fabriles obsoletas. Las dos obras de la anglo-iraquí para las marcas alemanas tienen en común la utilización del hormigón autocompactable, una técnica sin la cual es difícil imaginar el fraguado de sus formas oníricas, pero por lo demás son casi exactamente complementarias: en la fábrica de BMW en Leipzig, Hadid sitúa las oficinas, laboratorios y cantina en una madeja piranesiana de galerías y plataformas, sobrevoladas por cintas que arrastran silenciosamente las carrocerías de los coches, y que se enredan apretadamente entre tres inmensos hangares de producción, construyendo la pieza como una charnela que sirve además de acceso común y show room de la firma, con boutique de recuerdos incluida; frente a la gran fábrica de Volkswagen en Wolfsburg, el formidable Centro de la Ciencia es un volumen escultórico y exento, que levanta en vilo sobre patas de paquidermo un refinado paisaje artificial de hormigón alabeado que sirve de soporte a las estaciones experimentales repartidas azarosamente sobre él, y que combinan la divulgación científica con el parque de atracciones. También destinado a la exhibición, y también exento y escultórico, es el museo creado para la Mercedes-Benz en Stuttgart por el UN Studio de Ben van Berkel, cuya pasión por la cinta de Moebius se expresa aquí a través de un trébol de hojas alabeadas que se transforman en una rampa espiral vagamente evocadora del Guggenheim de Wright, pero en este caso interpretada con espacios que fluyen en doble hélice para que el espectador se deslice desde lo alto enhebrando la historia del automóvil con la de la propia compañía.
Más sobrios son los espacios destinados a la investigación y el desarrollo, como el exquisito Centro Tecnológico McLaren construido por Norman Foster en Woking, un platillo de vidrio y acero que ciñe su perfil sinuoso a un lago artificial para dibujar un círculo exacto en el bucólico marco de la campiña inglesa; o el Centro de Investigación de Ferrari, levantado por Massimiliano Fuksas en Maranello con tres piezas de extrema horizontalidad y ligereza que se apilan ingrávidas en las inmediaciones de la fábrica. En contraste, el Centro de Comunicación de Renault reutiliza las naves industriales construidas en los años 80 por Claude Vasconi —los últimos restos de la gran planta de Boulogne-Billancourt, en las cercanías de París, antes de que la producción se descentralizase enteramente— para instalar en ellas a los creativos de publicidad y la maquinaria de ventas de la empresa, alojados por Jakob y MacFarlane en un entorno informal de instalaciones vistas y planos plegados, con un cierto sabor a deconstrucción papirofléxica californiana. España, que tiene su propia tradición del motor —llevada últimamente al paroxismo con la Alonso-manía—, no es ajena a este fervor de arquitecturas automóviles, y prueba de ello son los dos recientes proyectos puestos en marcha en Alcañiz y Torrejón de la Calzada. En la localidad turolense se ha iniciado una colosal Ciudad del Motor —que reúne circuitos de velocidad, parque tecnológico e instalaciones de ocio— promovida por el Gobierno de Aragón, que la presentó en Madrid el pasado 2 de marzo a través de su vicepresidente, José Ángel Biel, el piloto Pedro Martínez de la Rosa y el diseñador de circuitos Hermann Tilke; y en el municipio madrileño se construirá un espectacular Museo de la Automoción, promovido por Mariluz Barreiros —hija del empresario que levantó la industria del motor en España y en Cuba— y proyectado por Mansilla y Tuñón como un gran cilindro materializado con coches prensados que hacen alusión tanto al parque de reciclaje donde se ubica, el Centro de Asistencia Técnica La Torre, como a la necesaria conciencia ecológica del reuso y la sostenibilidad que hoy inspiran a la vez al mundo de la arquitectura y al mundo del motor. Coincidiendo con la Exposición Universal de Aichi, la empresa Toyota presentó —un poco a la manera de los concept cars— una “casa inteligente y sostenible” desarrollada por los diferentes departamentos de investigación de la empresa, y que incorporaba más de un centenar de patentes propias; el resultado fue estéticamente mediocre y sociológicamente disparatado —una vivienda de 700 metros cuadrados para el país que ha inventado los hoteles-cápsula—, pero es también un revelador ejemplo del romance ya centenario entre la arquitectura moderna y el automóvil: una relación seductora y fértil que en nuestro tiempo sólo es concebible al servicio de la responsabilidad ambiental
La arquitectura moderna y el automóvil nacieron a la vez, y quizá desaparezcan juntos. Ambos han modelado el siglo XX, y ambos son responsables de buena parte del consumo de combustibles fósiles que conforma el territorio insomne de un tiempo acelerado. El petróleo alimenta los motores, pero también los edificios y las obras, y nuestro modelo de ciudad es al cabo tan insostenible por la factura energética del transporte como por la que corresponde a las construcciones. Desde luego, el urbanismo disperso basado en el automóvil es el vínculo principal que anuda arquitectura y energía; sin embargo, los edificios provocan también el consumo de recursos no renovables en su construcción y en su mantenimiento, y esta circunstancia coloca a los arquitectos en la misma tesitura que a los fabricantes de vehículos: aunque por sí mismos pueden hacer poco por modificar el modelo territorial, pueden hacer mucho por construir edificios o producir automóviles que consuman menos energía, un propósito benéfico que figura de forma destacada en los comunicados de los colegios profesionales y en la publicidad de las marcas de coches. Pero mientras los congresos de arquitectos y las ferias del motor predican la sostenibilidad, la edificación ecológica y los vehículos híbridos, la construcción y el automóvil celebran su vieja amistad con un puñado de edificios espectaculares que subordinan el propósito de enmienda a la voluntad de sorprender, la pedagogía a la emoción, y el cálculo al impacto.
En su famoso libro-manifiesto de 1923, Hacia una arquitectura, Le Corbusier comparaba la evolución de los templos griegos con la de los automóviles, y esa fascinación con el mundo mecánico le llevó a convertirse en el principal propagandista tanto de la ciudad al servicio del tráfico como de la arquitectura inspirada en los procedimientos de la industria: dos vectores de innovación que subyacen lo mismo su titánico (y felizmente nunca ejecutado) Plan Voisin para París —bautizado con el nombre del fabricante de coches Gabriel Voisin— como la significativamente denominada Maison Citroan. Aquélla era una aproximación más simbólica que material, y se puede argumentar que el matrimonio entre construcción y automóvil se consumó más bien en los galpones anónimos levantados por Albert Kahn para la Ford —unas fábricas de tan depurada funcionalidad que Stalin no dudaría en reclamar a su autor para construir un sinnúmero de ellas en la Unión Soviética— o en la mítica obra de Lingotto, donde el ingeniero Giacomo Mattè-Trucco coronó su fábrica para la Fiat —remodelada en la última década por Renzo Piano— con una pista de pruebas para los coches. En todo caso, los coqueteos con el automóvil de Le Corbusier, al igual que los seductores proyectos parisinos de garajes de Melnikov por los mismos años, dibujan un romance publicitario de indudable eficacia para ambas partes, y que se extiende hasta nuestros días: en el periodo de entreguerras, el maestro se preocuparía de fotografiar su Villa Stein con un automóvil en primer plano como emblema de modernidad, lo mismo que la firma Mercedes elegiría anunciar su modelo 8/38 con una imagen del vehículo frente al edificio de Le Corbusier en la Weissenhof de Stuttgart; hoy, los últimos modelos se publicitan rutinariamente sobre el fondo de las últimas arquitecturas, exactamente igual que las colecciones de moda, mientras los grandes fabricantes de automóviles se cuidan de complementar sus interminables naves de producción con gestos simbólicos encomendados a celebridades arquitectónicas, y en ocasiones incluso confían en esta Fórmula 1 de la profesión para sus recintos de investigación y comunicación.
Buen ejemplo de la primera variante son los dos últimos proyectos de Zaha Hadid, el edificio central de la BMW en Leipzig y el Centro de la Ciencia en la ciudad Volkswagen de Wolfsburg, o el casi terminado museo del automóvil construido por Ben van Berkel en Stuttgart para la Mercedes-Benz; ilustrativos de la segunda opción son los centros de investigación de McLaren y Ferrari, obras respectivas de Norman Foster y Massimiliano Fuksas, o el Centro de Comunicación de Renault, alojado por Jakob y MacFarlane en el interior de unas naves fabriles obsoletas. Las dos obras de la anglo-iraquí para las marcas alemanas tienen en común la utilización del hormigón autocompactable, una técnica sin la cual es difícil imaginar el fraguado de sus formas oníricas, pero por lo demás son casi exactamente complementarias: en la fábrica de BMW en Leipzig, Hadid sitúa las oficinas, laboratorios y cantina en una madeja piranesiana de galerías y plataformas, sobrevoladas por cintas que arrastran silenciosamente las carrocerías de los coches, y que se enredan apretadamente entre tres inmensos hangares de producción, construyendo la pieza como una charnela que sirve además de acceso común y show room de la firma, con boutique de recuerdos incluida; frente a la gran fábrica de Volkswagen en Wolfsburg, el formidable Centro de la Ciencia es un volumen escultórico y exento, que levanta en vilo sobre patas de paquidermo un refinado paisaje artificial de hormigón alabeado que sirve de soporte a las estaciones experimentales repartidas azarosamente sobre él, y que combinan la divulgación científica con el parque de atracciones. También destinado a la exhibición, y también exento y escultórico, es el museo creado para la Mercedes-Benz en Stuttgart por el UN Studio de Ben van Berkel, cuya pasión por la cinta de Moebius se expresa aquí a través de un trébol de hojas alabeadas que se transforman en una rampa espiral vagamente evocadora del Guggenheim de Wright, pero en este caso interpretada con espacios que fluyen en doble hélice para que el espectador se deslice desde lo alto enhebrando la historia del automóvil con la de la propia compañía.
Más sobrios son los espacios destinados a la investigación y el desarrollo, como el exquisito Centro Tecnológico McLaren construido por Norman Foster en Woking, un platillo de vidrio y acero que ciñe su perfil sinuoso a un lago artificial para dibujar un círculo exacto en el bucólico marco de la campiña inglesa; o el Centro de Investigación de Ferrari, levantado por Massimiliano Fuksas en Maranello con tres piezas de extrema horizontalidad y ligereza que se apilan ingrávidas en las inmediaciones de la fábrica. En contraste, el Centro de Comunicación de Renault reutiliza las naves industriales construidas en los años 80 por Claude Vasconi —los últimos restos de la gran planta de Boulogne-Billancourt, en las cercanías de París, antes de que la producción se descentralizase enteramente— para instalar en ellas a los creativos de publicidad y la maquinaria de ventas de la empresa, alojados por Jakob y MacFarlane en un entorno informal de instalaciones vistas y planos plegados, con un cierto sabor a deconstrucción papirofléxica californiana. España, que tiene su propia tradición del motor —llevada últimamente al paroxismo con la Alonso-manía—, no es ajena a este fervor de arquitecturas automóviles, y prueba de ello son los dos recientes proyectos puestos en marcha en Alcañiz y Torrejón de la Calzada. En la localidad turolense se ha iniciado una colosal Ciudad del Motor —que reúne circuitos de velocidad, parque tecnológico e instalaciones de ocio— promovida por el Gobierno de Aragón, que la presentó en Madrid el pasado 2 de marzo a través de su vicepresidente, José Ángel Biel, el piloto Pedro Martínez de la Rosa y el diseñador de circuitos Hermann Tilke; y en el municipio madrileño se construirá un espectacular Museo de la Automoción, promovido por Mariluz Barreiros —hija del empresario que levantó la industria del motor en España y en Cuba— y proyectado por Mansilla y Tuñón como un gran cilindro materializado con coches prensados que hacen alusión tanto al parque de reciclaje donde se ubica, el Centro de Asistencia Técnica La Torre, como a la necesaria conciencia ecológica del reuso y la sostenibilidad que hoy inspiran a la vez al mundo de la arquitectura y al mundo del motor. Coincidiendo con la Exposición Universal de Aichi, la empresa Toyota presentó —un poco a la manera de los concept cars— una “casa inteligente y sostenible” desarrollada por los diferentes departamentos de investigación de la empresa, y que incorporaba más de un centenar de patentes propias; el resultado fue estéticamente mediocre y sociológicamente disparatado —una vivienda de 700 metros cuadrados para el país que ha inventado los hoteles-cápsula—, pero es también un revelador ejemplo del romance ya centenario entre la arquitectura moderna y el automóvil: una relación seductora y fértil que en nuestro tiempo sólo es concebible al servicio de la responsabilidad ambiental
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