Obras con motor
La arquitectura moderna y el automóvil nacieron a la vez, y quizá desaparezcan juntos. Ambos han modelado el siglo XX, y ambos son responsables de buena parte del consumo de combustibles fósiles que conforma el territorio insomne de un tiempo acelerado. El petróleo alimenta los motores, pero también los edificios y las obras, y nuestro modelo de ciudad es al cabo tan insostenible por la factura energética del transporte como por la que corresponde a las construcciones. Desde luego, el urbanismo disperso basado en el automóvil es el vínculo principal que anuda arquitectura y energía; sin embargo, los edificios provocan también el consumo de recursos no renovables en su construcción y en su mantenimiento, y esta circunstancia coloca a los arquitectos en la misma tesitura que a los fabricantes de vehículos: aunque por sí mismos pueden hacer poco por modificar el modelo territorial, pueden hacer mucho por construir edificios o producir automóviles que consuman menos energía, un propósito benéfico que figura de forma destacada en los comunicados de los colegios profesionales y en la publicidad de las marcas de coches. Pero mientras los congresos de arquitectos y las ferias del motor predican la sostenibilidad, la edificación ecológica y los vehículos híbridos, la construcción y el automóvil celebran su vieja amistad con un puñado de edificios espectaculares que subordinan el propósito de enmienda a la voluntad de sorprender, la pedagogía a la emoción, y el cálculo al impacto.
En su famoso libro-manifiesto de 1923, Hacia una arquitectura, Le Corbusier comparaba la evolución de los templos griegos con la de los automóviles, y esa fascinación con el mundo mecánico le llevó a convertirse en el principal propagandista tanto de la ciudad al servicio del tráfico como de la arquitectura inspirada en los procedimientos de la industria: dos vectores de innovación que subyacen lo mismo su titánico (y felizmente nunca ejecutado) Plan Voisin para París —bautizado con el nombre del fabricante de coches Gabriel Voisin— como la significativamente denominada Maison Citroan. Aquélla era una aproximación más simbólica que material, y se puede argumentar que el matrimonio entre construcción y automóvil se consumó más bien en los galpones anónimos levantados por Albert Kahn para la Ford —unas fábricas de tan depurada funcionalidad que Stalin no dudaría en reclamar a su autor para construir un sinnúmero de ellas en la Unión Soviética— o en la mítica obra de Lingotto, donde el ingeniero Giacomo Mattè-Trucco coronó su fábrica para la Fiat —remodelada en la última década por Renzo Piano— con una pista de pruebas para los coches. En todo caso, los coqueteos con el automóvil de Le Corbusier, al igual que los seductores proyectos parisinos de garajes de Melnikov por los mismos años, dibujan un romance publicitario de indudable eficacia para ambas partes, y que se extiende hasta nuestros días: en el periodo de entreguerras, el maestro se preocuparía de fotografiar su Villa Stein con un automóvil en primer plano como emblema de modernidad, lo mismo que la firma Mercedes elegiría anunciar su modelo 8/38 con una imagen del vehículo frente al edificio de Le Corbusier en la Weissenhof de Stuttgart; hoy, los últimos modelos se publicitan rutinariamente sobre el fondo de las últimas arquitecturas, exactamente igual que las colecciones de moda, mientras los grandes fabricantes de automóviles se cuidan de complementar sus interminables naves de producción con gestos simbólicos encomendados a celebridades arquitectónicas, y en ocasiones incluso confían en esta Fórmula 1 de la profesión para sus recintos de investigación y comunicación.
Buen ejemplo de la primera variante son los dos últimos proyectos de Zaha Hadid, el edificio central de la BMW en Leipzig y el Centro de la Ciencia en la ciudad Volkswagen de Wolfsburg, o el casi terminado museo del automóvil construido por Ben van Berkel en Stuttgart para la Mercedes-Benz; ilustrativos de la segunda opción son los centros de investigación de McLaren y Ferrari, obras respectivas de Norman Foster y Massimiliano Fuksas, o el Centro de Comunicación de Renault, alojado por Jakob y MacFarlane en el interior de unas naves fabriles obsoletas. Las dos obras de la anglo-iraquí para las marcas alemanas tienen en común la utilización del hormigón autocompactable, una técnica sin la cual es difícil imaginar el fraguado de sus formas oníricas, pero por lo demás son casi exactamente complementarias: en la fábrica de BMW en Leipzig, Hadid sitúa las oficinas, laboratorios y cantina en una madeja piranesiana de galerías y plataformas, sobrevoladas por cintas que arrastran silenciosamente las carrocerías de los coches, y que se enredan apretadamente entre tres inmensos hangares de producción, construyendo la pieza como una charnela que sirve además de acceso común y show room de la firma, con boutique de recuerdos incluida; frente a la gran fábrica de Volkswagen en Wolfsburg, el formidable Centro de la Ciencia es un volumen escultórico y exento, que levanta en vilo sobre patas de paquidermo un refinado paisaje artificial de hormigón alabeado que sirve de soporte a las estaciones experimentales repartidas azarosamente sobre él, y que combinan la divulgación científica con el parque de atracciones. También destinado a la exhibición, y también exento y escultórico, es el museo creado para la Mercedes-Benz en Stuttgart por el UN Studio de Ben van Berkel, cuya pasión por la cinta de Moebius se expresa aquí a través de un trébol de hojas alabeadas que se transforman en una rampa espiral vagamente evocadora del Guggenheim de Wright, pero en este caso interpretada con espacios que fluyen en doble hélice para que el espectador se deslice desde lo alto enhebrando la historia del automóvil con la de la propia compañía.
Más sobrios son los espacios destinados a la investigación y el desarrollo, como el exquisito Centro Tecnológico McLaren construido por Norman Foster en Woking, un platillo de vidrio y acero que ciñe su perfil sinuoso a un lago artificial para dibujar un círculo exacto en el bucólico marco de la campiña inglesa; o el Centro de Investigación de Ferrari, levantado por Massimiliano Fuksas en Maranello con tres piezas de extrema horizontalidad y ligereza que se apilan ingrávidas en las inmediaciones de la fábrica. En contraste, el Centro de Comunicación de Renault reutiliza las naves industriales construidas en los años 80 por Claude Vasconi —los últimos restos de la gran planta de Boulogne-Billancourt, en las cercanías de París, antes de que la producción se descentralizase enteramente— para instalar en ellas a los creativos de publicidad y la maquinaria de ventas de la empresa, alojados por Jakob y MacFarlane en un entorno informal de instalaciones vistas y planos plegados, con un cierto sabor a deconstrucción papirofléxica californiana. España, que tiene su propia tradición del motor —llevada últimamente al paroxismo con la Alonso-manía—, no es ajena a este fervor de arquitecturas automóviles, y prueba de ello son los dos recientes proyectos puestos en marcha en Alcañiz y Torrejón de la Calzada. En la localidad turolense se ha iniciado una colosal Ciudad del Motor —que reúne circuitos de velocidad, parque tecnológico e instalaciones de ocio— promovida por el Gobierno de Aragón, que la presentó en Madrid el pasado 2 de marzo a través de su vicepresidente, José Ángel Biel, el piloto Pedro Martínez de la Rosa y el diseñador de circuitos Hermann Tilke; y en el municipio madrileño se construirá un espectacular Museo de la Automoción, promovido por Mariluz Barreiros —hija del empresario que levantó la industria del motor en España y en Cuba— y proyectado por Mansilla y Tuñón como un gran cilindro materializado con coches prensados que hacen alusión tanto al parque de reciclaje donde se ubica, el Centro de Asistencia Técnica La Torre, como a la necesaria conciencia ecológica del reuso y la sostenibilidad que hoy inspiran a la vez al mundo de la arquitectura y al mundo del motor. Coincidiendo con la Exposición Universal de Aichi, la empresa Toyota presentó —un poco a la manera de los concept cars— una “casa inteligente y sostenible” desarrollada por los diferentes departamentos de investigación de la empresa, y que incorporaba más de un centenar de patentes propias; el resultado fue estéticamente mediocre y sociológicamente disparatado —una vivienda de 700 metros cuadrados para el país que ha inventado los hoteles-cápsula—, pero es también un revelador ejemplo del romance ya centenario entre la arquitectura moderna y el automóvil: una relación seductora y fértil que en nuestro tiempo sólo es concebible al servicio de la responsabilidad ambiental
La arquitectura moderna y el automóvil nacieron a la vez, y quizá desaparezcan juntos. Ambos han modelado el siglo XX, y ambos son responsables de buena parte del consumo de combustibles fósiles que conforma el territorio insomne de un tiempo acelerado. El petróleo alimenta los motores, pero también los edificios y las obras, y nuestro modelo de ciudad es al cabo tan insostenible por la factura energética del transporte como por la que corresponde a las construcciones. Desde luego, el urbanismo disperso basado en el automóvil es el vínculo principal que anuda arquitectura y energía; sin embargo, los edificios provocan también el consumo de recursos no renovables en su construcción y en su mantenimiento, y esta circunstancia coloca a los arquitectos en la misma tesitura que a los fabricantes de vehículos: aunque por sí mismos pueden hacer poco por modificar el modelo territorial, pueden hacer mucho por construir edificios o producir automóviles que consuman menos energía, un propósito benéfico que figura de forma destacada en los comunicados de los colegios profesionales y en la publicidad de las marcas de coches. Pero mientras los congresos de arquitectos y las ferias del motor predican la sostenibilidad, la edificación ecológica y los vehículos híbridos, la construcción y el automóvil celebran su vieja amistad con un puñado de edificios espectaculares que subordinan el propósito de enmienda a la voluntad de sorprender, la pedagogía a la emoción, y el cálculo al impacto.
En su famoso libro-manifiesto de 1923, Hacia una arquitectura, Le Corbusier comparaba la evolución de los templos griegos con la de los automóviles, y esa fascinación con el mundo mecánico le llevó a convertirse en el principal propagandista tanto de la ciudad al servicio del tráfico como de la arquitectura inspirada en los procedimientos de la industria: dos vectores de innovación que subyacen lo mismo su titánico (y felizmente nunca ejecutado) Plan Voisin para París —bautizado con el nombre del fabricante de coches Gabriel Voisin— como la significativamente denominada Maison Citroan. Aquélla era una aproximación más simbólica que material, y se puede argumentar que el matrimonio entre construcción y automóvil se consumó más bien en los galpones anónimos levantados por Albert Kahn para la Ford —unas fábricas de tan depurada funcionalidad que Stalin no dudaría en reclamar a su autor para construir un sinnúmero de ellas en la Unión Soviética— o en la mítica obra de Lingotto, donde el ingeniero Giacomo Mattè-Trucco coronó su fábrica para la Fiat —remodelada en la última década por Renzo Piano— con una pista de pruebas para los coches. En todo caso, los coqueteos con el automóvil de Le Corbusier, al igual que los seductores proyectos parisinos de garajes de Melnikov por los mismos años, dibujan un romance publicitario de indudable eficacia para ambas partes, y que se extiende hasta nuestros días: en el periodo de entreguerras, el maestro se preocuparía de fotografiar su Villa Stein con un automóvil en primer plano como emblema de modernidad, lo mismo que la firma Mercedes elegiría anunciar su modelo 8/38 con una imagen del vehículo frente al edificio de Le Corbusier en la Weissenhof de Stuttgart; hoy, los últimos modelos se publicitan rutinariamente sobre el fondo de las últimas arquitecturas, exactamente igual que las colecciones de moda, mientras los grandes fabricantes de automóviles se cuidan de complementar sus interminables naves de producción con gestos simbólicos encomendados a celebridades arquitectónicas, y en ocasiones incluso confían en esta Fórmula 1 de la profesión para sus recintos de investigación y comunicación.
Buen ejemplo de la primera variante son los dos últimos proyectos de Zaha Hadid, el edificio central de la BMW en Leipzig y el Centro de la Ciencia en la ciudad Volkswagen de Wolfsburg, o el casi terminado museo del automóvil construido por Ben van Berkel en Stuttgart para la Mercedes-Benz; ilustrativos de la segunda opción son los centros de investigación de McLaren y Ferrari, obras respectivas de Norman Foster y Massimiliano Fuksas, o el Centro de Comunicación de Renault, alojado por Jakob y MacFarlane en el interior de unas naves fabriles obsoletas. Las dos obras de la anglo-iraquí para las marcas alemanas tienen en común la utilización del hormigón autocompactable, una técnica sin la cual es difícil imaginar el fraguado de sus formas oníricas, pero por lo demás son casi exactamente complementarias: en la fábrica de BMW en Leipzig, Hadid sitúa las oficinas, laboratorios y cantina en una madeja piranesiana de galerías y plataformas, sobrevoladas por cintas que arrastran silenciosamente las carrocerías de los coches, y que se enredan apretadamente entre tres inmensos hangares de producción, construyendo la pieza como una charnela que sirve además de acceso común y show room de la firma, con boutique de recuerdos incluida; frente a la gran fábrica de Volkswagen en Wolfsburg, el formidable Centro de la Ciencia es un volumen escultórico y exento, que levanta en vilo sobre patas de paquidermo un refinado paisaje artificial de hormigón alabeado que sirve de soporte a las estaciones experimentales repartidas azarosamente sobre él, y que combinan la divulgación científica con el parque de atracciones. También destinado a la exhibición, y también exento y escultórico, es el museo creado para la Mercedes-Benz en Stuttgart por el UN Studio de Ben van Berkel, cuya pasión por la cinta de Moebius se expresa aquí a través de un trébol de hojas alabeadas que se transforman en una rampa espiral vagamente evocadora del Guggenheim de Wright, pero en este caso interpretada con espacios que fluyen en doble hélice para que el espectador se deslice desde lo alto enhebrando la historia del automóvil con la de la propia compañía.
Más sobrios son los espacios destinados a la investigación y el desarrollo, como el exquisito Centro Tecnológico McLaren construido por Norman Foster en Woking, un platillo de vidrio y acero que ciñe su perfil sinuoso a un lago artificial para dibujar un círculo exacto en el bucólico marco de la campiña inglesa; o el Centro de Investigación de Ferrari, levantado por Massimiliano Fuksas en Maranello con tres piezas de extrema horizontalidad y ligereza que se apilan ingrávidas en las inmediaciones de la fábrica. En contraste, el Centro de Comunicación de Renault reutiliza las naves industriales construidas en los años 80 por Claude Vasconi —los últimos restos de la gran planta de Boulogne-Billancourt, en las cercanías de París, antes de que la producción se descentralizase enteramente— para instalar en ellas a los creativos de publicidad y la maquinaria de ventas de la empresa, alojados por Jakob y MacFarlane en un entorno informal de instalaciones vistas y planos plegados, con un cierto sabor a deconstrucción papirofléxica californiana. España, que tiene su propia tradición del motor —llevada últimamente al paroxismo con la Alonso-manía—, no es ajena a este fervor de arquitecturas automóviles, y prueba de ello son los dos recientes proyectos puestos en marcha en Alcañiz y Torrejón de la Calzada. En la localidad turolense se ha iniciado una colosal Ciudad del Motor —que reúne circuitos de velocidad, parque tecnológico e instalaciones de ocio— promovida por el Gobierno de Aragón, que la presentó en Madrid el pasado 2 de marzo a través de su vicepresidente, José Ángel Biel, el piloto Pedro Martínez de la Rosa y el diseñador de circuitos Hermann Tilke; y en el municipio madrileño se construirá un espectacular Museo de la Automoción, promovido por Mariluz Barreiros —hija del empresario que levantó la industria del motor en España y en Cuba— y proyectado por Mansilla y Tuñón como un gran cilindro materializado con coches prensados que hacen alusión tanto al parque de reciclaje donde se ubica, el Centro de Asistencia Técnica La Torre, como a la necesaria conciencia ecológica del reuso y la sostenibilidad que hoy inspiran a la vez al mundo de la arquitectura y al mundo del motor. Coincidiendo con la Exposición Universal de Aichi, la empresa Toyota presentó —un poco a la manera de los concept cars— una “casa inteligente y sostenible” desarrollada por los diferentes departamentos de investigación de la empresa, y que incorporaba más de un centenar de patentes propias; el resultado fue estéticamente mediocre y sociológicamente disparatado —una vivienda de 700 metros cuadrados para el país que ha inventado los hoteles-cápsula—, pero es también un revelador ejemplo del romance ya centenario entre la arquitectura moderna y el automóvil: una relación seductora y fértil que en nuestro tiempo sólo es concebible al servicio de la responsabilidad ambiental
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